A continuación tenemos la partida de Amador Gázquez Moreno que ha jugado narrativamente con un sistema que nos explica él mismo más abajo.
Por último, recordamos que las bases la podéis encontrar aquí.
Introducción
Descubrí el grupo de Telegram de Jugando Solo RPG hace unos días y allí vi que existía este certamen. Algunos compañeros del canal me animaron a participar y, aunque es mi primera partida, me he decidido a compartirla con vosotros.
En cuanto a mecánicas de juego, he utilizado muy poco, ya que me gusta el rol muy narrativo. Aun así, he utilizado una tabla que encontré en el canal de Youtube de Rol Añejo y una página de dados virtuales para tomar las decisiones que se me iban planteando.
Os comparto la partida, que he «novelizado» un poco para que fuera más agradable de leer.
Partida
Isbataris es un mercenario arsetano que sirvió en el ejército cartaginés y fue licenciado por una herida grave en la pierna que lo ha dejado cojo. Ahora vuelve a su tierra para comenzar una nueva vida y olvidar la guerra.
Taris estaba apoyado en la borda del mercante que se acercaba al puerto. Desde allí podía ver el malecón donde los barcos atracaban. Recordó cuando había partido desde ese mismo lugar hacía años en busca de gloria y fama. Detrás podía ver los almacenes y el pequeño templo rodeado de olivos.
Cuando atracaron recogió su petate y, tras despedirse del capitán del barco, un fenicio de Gades tuerto y malencarado, bajó por la pasarela. El bullicio lo rodeó al instante. Las personas que se cruzaba iban de aquí para allá llevando sacos y fardos de mercancías.
Taris iba distraído recordando viejas historias vividas en ese lugar cuando alguien chocó contra él. Era un mocoso, sucio y despeinado. El pequeño se disculpó y salió corriendo. Taris echó mano a la bolsa del dinero, pero seguía en su sitio. En cambio, le faltaba su amuleto. En seguida echó a correr tras el pilluelo, pero este se había perdido entre el gentío.
Muy enfadado, Taris intentó encontrarlo, pero fue imposible. Derrotado, se encaminó a la taberna del puerto. Era un edificio bajo y algo cochambroso. En la puerta, una vieja estaba limpiando pescado. Al entrar, la oscuridad del lugar le cegó. Un grupo de hombres bebían sentados en mesas, mientras un músico cantaba en griego y tocaba la lira. Taris se acercó a la barra y pidió un vaso de vino. El tabernero le miró de arriba abajo y, mientras le servía, le preguntó de dónde venía, quizá buscando noticias o una buena historia.
Taris le miró con mala cara, agarró el vaso y, sin decir una palabra, se sentó en un banco junto a la chimenea. Bebió un trago de vino, que estaba aguado y algo agrio. No se sorprendió, en el ejército solía beber cosas peores.
Los parroquianos le miraban sin mucho interés y no le hacían mucho caso. El vino le dio hambre y pidió algo de comer. Un poco de pan, queso y unas olivas le quitaron el hambre. Estaba cansado de comer mojama y galletas duras en el barco.
La herida de la pierna no dejaba de doler. La estiró y puso el pie sobre una banqueta. Era un dolor sordo, al que se había acostumbrado, pero que había agriado el carácter. Aquella lanza que le atravesó el muslo y le rompió el hueso casi le quitó la vida. A pesar de los buenos cuidados del cirujano, una cojera permanente le había quedado de por vida. Por eso tuvo que licenciarse y, con su parte del botín, volver a casa. Ya no servía para el trabajo de un soldado.
Hacía tiempo que no estaba en Saighante. El barrio porteño no podía ser más diferente de la amurallada y antigua Arse, a la vista a lo lejos en la montaña. Taris tenía pensado buscar un medio de transporte para ir a Arse, donde tenía familia. Esperaba que le consiguieran un trabajo con el que ganarse la vida.
Quizá algún carro cargado de pescado o productos llegados en algún barco saldría hoy para la ciudad. El camino se podía recorrer en algo más de una hora, pero su herida le impedía caminar largos trayectos.
Después de pagar el vino, salió de la taberna y recorrió el emporio con la mirada. El caos de gentes era igual a cómo lo recordaba. Los almacenes se amontonaban al lado de los astilleros. El viejo templo seguía estando en el mismo lugar, cerca del malecón. Cerró los ojos y aspiró el olor, mezcla de pescado, brea y sudor. Escuchaba hablar en íbero, griego y fenicio, aparte de otras lenguas que no podía identificar. Sonrió y fue a buscar una carreta.
Cerca de uno de los almacenes vio una carreta tirada por un par de bueyes. Al lado, un hombre discutía con otros dos, al parecer sobre la carga. Taris se acercó y pudo escuchar la conversación. El dueño de la carreta se quejaba de que el pescado de los barriles no olía muy bien. Los dos tipos eran un pescatero mal encarado y su ayudante. Taris se acercó, mientras la disputa subía de tono. Los dos tipos intentaron agredir al carretero, pero este le pegó un puñetazo a uno de ellos que lo dejó tendido en el suelo. Taris vio como el otro sacaba un cuchillo y se lanzaba contra su rival, así que le pegó un golpe en el brazo, que hizo que soltara el cuchillo. Los dos sujetos salieron corriendo.
El arriero le dio las gracias a Taris y, al vaciar uno de los barriles, vio que el fondo estaba lleno de pescado pasado. Por eso olía tan mal. Después de hablar un rato, accedió a llevarlo a la ciudad. Saldrían en un rato.
Taris pensó en sentarse en los olivos que rodeaban al templo de Afrodita cuando vio por el rabillo del ojo como un pulpo de uno de los barriles subía en el aire, como si flotara. Miró hacia arriba y vio al pilluelo que le había robado el amuleto encima del tejado del almacén, tirando de un hilo de pescar que, enganchado con un anzuelo al pulpo, lo subía lentamente mientras se relamía.
Taris agarró el pulpo y tiró fuerte. El gesto desequilibró al muchacho, que cayó desde lo alto del tejado. Pudo agarrarlo en el aire, pero los dos cayeron sobre unas redes viejas. El chico, al intentar escapar, se enredó en las redes. Taris lo soltó, pero no lo dejó escapar.
El muchacho estaba sucio y era larguirucho y delgado como un palo. Una mirada de animal acorralado fulminó a Taris. Intentó huir, pero las redes de pesca lo tenían atrapado. Frustrado, se echó a llorar, tapándose la cara con los brazos.
Taris sacó su cuchillo y cortó las redes para liberarlo. Le tendió la mano y esperó a que el mocoso se calmara. Cuando se levantó, los dos se quedaron mirando. Estaban sucios de restos de pescado y olían a rayos. Con la mirada baja, el chico le devolvió el amuleto a Taris.
— Es un gesto que te honra, chico.
Se miraron a los ojos y no pudieron evitar echarse a reír.
— Soy Isbataris, pero mis amigos me llaman Taris.
— Yo me llamo Balka.
— ¿Tienes hambre, Balka?
— Mucha.
Taris sacó un trozo de queso y pan que le había sobrado y se lo tendió. Balka lo agarró y se puso a devorarlo.
— ¡Tranquilo, que nadie te lo va a quitar!
Estuvieron un rato sentados juntos, mientras Balka comía. Taris lo miraba y veía uno de tantos niños abandonados que se había cruzado en la guerra. Niños perdidos, asustados y olvidados por todo el mundo, que tenían que sobrevivir como podían.
Al rato se acercó el arriero. Ya iba a salir hacia Arse. Taris le dijo al muchacho.
— Voy a la ciudad a buscar a mi familia. Me harán falta un par de ojos para cuidar de las ovejas. ¿Quieres venir? Tendrás un techo y comida.
De repente, en un almacén cercano, un montón de tablas cayeron desde un andamio. Taris se levantó de un salto, alerta ante el ruido. Cuando vio que no era nada volvió a mirar a Balka, pero el chico ya no estaba.
— ¡Venga, nos vamos! —Dijo el arriero. Taris suspiró y subió al pescante de la carreta. Le esperaba su familia, a la que hacía años que no veía.